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1. La Iniciación
—¿Cuál será tu primera pregunta, aprendiz? —inquirió Nahid.
Sabía que la primera pregunta nunca era la más importante, pero por algo había que empezar. Supuso que trataría sobre la longitud de la muralla, el tamaño de Daarleh o la distancia que recorría el Alto Canal desde las montañas. Quince años esperando y todos acababan buscando una respuesta vacía que al día siguiente no recordarían.
—Aún no lo he decidido —respondió Adrien.
—Tienes tiempo de pensarlo —admitió Nahid. Como capitán de la decimosexta compañía, tenía el deber de acompañar a los jóvenes aprendices en el día de su iniciación, y de responder a su primera pregunta, si es que vivían para formularla.
Avanzaban sobre un terreno llano, salpicado aquí y allá por matorrales y algunas plantas silvestres de variedades a las que nadie se había molestado en poner nombre. La vista se perdía en la distancia, de manera que alcanzaban a ver encendidas las primeras hogueras del poblado aguardando la caída de la noche. El viento soplaba en su dirección, y el olor de la carne asada hizo que sus estómagos rugieran impacientes por probar al desafortunado animal que seguramente giraba ya ensartado en el espetón.
Cuando llegaron a Isten, una de las dieciséis aldeas de Daarleh, lo primero que encontraron fue a cuatro hombres bebiendo cerveza al inicio de la calle principal y conversando a gritos en medio de continuas carcajadas. Un gigantón, de espesa barba castaña y una larga coleta trenzada, acababa de darle un puñetazo en la barriga a otro, calvo y menudo, que tras vaciar la mitad de su jarra en el suelo se reía casi tanto como su agresor. Todos les habían visto acercarse, pero ninguno se molestó en saludarles. Los soldados no destacaban precisamente por sus buenos modales.
Más adelante había una multitud formando un corro, berreando improperios y jaleando como si fuera el Día de la Cosecha. Entre las voces, Nahid distinguió el sonido del hierro contra la madera, y le pareció que podría ser una buena ocasión para que Adrien aprendiese algo.
—Vamos a echar un vistazo —le animó empujándole hacia el tumulto.
Se abrieron paso con cierta dificultad entre los soldados hasta quedar en primera fila, desde donde disfrutaban de un punto de vista privilegiado.
En el centro del círculo, a la izquierda, había un lancero de piel negra como el azabache, descalzo y vestido tan solo con un faldón de lana; tenía un corte cerca del pezón izquierdo y la sangre se deslizaba muy lentamente por su delgado pero musculoso cuerpo. Su contrincante era al menos un palmo más bajo y aún más delgado, e iba armado con espada corta y escudo. Lucía el uniforme habitual de combate: túnica de lino, coraza de cuero con escamas de bronce, grebas y botas de piel.
—¿Quién va a ganar? —preguntó Nahid a Adrien, esforzándose por hacerse oír en medio del barullo.
—El de la espada —respondió el chico sin dudarlo.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero así lo creo.
Los jóvenes desarrollaban el instinto muy rápidamente, aunque tardaban años en comprender lo que en un solo instante su mente era capaz de captar y analizar.
—El soldado negro tiene una envergadura mucho mayor y ha elegido un arma larga —razonó Nahid—. Tendría ventaja si ambos fueran igual de rápidos, pero no es así. En cuanto se decida a atacar y el adversario esquive la lanzada, lo tendrá encima y estará atrapado.
—¡Capitán Nahid! —interrumpió alguien a su espalda—. ¿A qué debemos el placer los humildes soldados de la primera?
—¡Hassam! —exclamó Nahid con sincera alegría cuando distinguió al corpulento dueño de la voz abriéndose paso a codazos entre sus compañeros. El pelo le había crecido hasta los hombros y una espesa barba le ocultaba el mentón y las mejillas—. Te presento a Adrien, que ha venido para completar su iniciación.
Hassam llegó a su altura, pero les dejó a un lado para acercarse a los luchadores. El de la espada corta tenía una rodilla sobre el pecho del otro, que había sido desarmado e intentaba apartarle empujándole con todas sus fuerzas.
—¡Eh, vosotros! ¡Dejadlo ya y vamos a comer algo! —Los gritos de la multitud cesaron de repente y todos se volvieron indignados hacia Hassam—. Esta noche el espectáculo corre a cuenta de nuestros invitados de la decimosexta. ¡Tenemos a un iniciado entre nosotros!
En ese momento las miradas se dirigieron hacia Adrien, que no parecía en absoluto incómodo. El soldado vencedor ayudó al vencido a ponerse en pie. Cuando este pasó junto al muchacho, le dio unas palmadas amistosas en el hombro. A su sonrisa le faltaban dos dientes y un hilillo de sangre le caía por la comisura de sus gruesos labios.
—Espero que tengas más suerte que yo —le deseó antes de mezclarse con los demás, que se apresuraban a sentarse cerca del fuego.
Había tres hogueras encendidas dispuestas en forma triangular junto a las primeras cabañas del poblado. Eran casas de madera exactamente iguales que las de Seder, la aldea donde habitaba la decimosexta compañía. Los soldados no eran buenos constructores en ninguna parte, pero siempre se las arreglaban para vivir bajo un techo seguro.
—Sentémonos por aquí. Hoy la primera pieza de ese condenado lechón será para ti —ofreció Hassam a Adrien, al que prácticamente había lanzado al suelo antes de abalanzarse sobre el espetón—. Siempre se combate mejor con un peso extra en la panza. —Al momento regresó con un enorme y grasiento muslo que arrojó sobre el regazo del muchacho—. Vamos, come. Hoy es un día para celebrar.
Adrien no se hizo de rogar y arrancó un gran trozo de carne, llenándose los carrillos como si fuese un hipopótamo. Nahid se sirvió una buena porción de costillar y se dejó caer a su izquierda. Hassam ocupó el otro lado, empuñando una pata entera del animal a modo de espada larga.
—Si no te conociera, pensaría que este chico es hijo tuyo —comentó con la boca chorreante de grasa.
—Es hijo de mi hermana —explicó Nahid.
—Pues es igualito que tú —insistió Hassam.
—Lleva mi sangre, a fin de cuentas.
A decir verdad, Adrien había crecido un palmo desde el verano anterior, y ya casi le había alcanzado en estatura. De no ser por la diferencia en su complexión, habría sido fácil confundirles. Tenían la piel oscura y el cabello negro, como la mayoría de soldados, pero lo llevaban tan corto que los rizos no llegaban a formarse. Sus rostros eran finos y se caracterizaban por unos ojos grandes y marrones, una nariz achatada y una mandíbula prominente. Sin embargo, mientras que Adrien era delgado y sus músculos estaban todavía desarrollándose, Nahid se había curtido en mil batallas y su aspecto era el de un hombre que no había hecho otra cosa en su vida que no fuese entrenar y combatir.
—La verdad es que pensaba que habías venido por lo del soldado ese que se os ha perdido —reconoció Hassam.
—Seguimos sin saber nada de él —se lamentó Nahid—. Ya han pasado tres días.
—Seguro que va de aldea en aldea, tan borracho que no sabe ni donde la mete.
—Abbas entrenaba todos los días y jamás se había saltado una guardia. No es su estilo.
—Ya aparecerá —concluyó su amigo sin darle mayor importancia—. Dentro de las murallas de Daarleh los soldados solo mueren de tres formas: de viejos, de enfermos o de una mala iniciación.
Al oírle, Adrien apartó la vista del muslo de carne que devoraba con ansia y la dirigió hacia Hassam.
—He oído que tienes problemas de espacio en las celdas —dijo Nahid cambiando bruscamente el tema de la conversación. Le ponía nervioso pensar en lo que habría podido pasarle a Abbas.
—¿No puedes esperar a que hayamos cenado? —se quejó su amigo.
—Esta noche quiero dormir en mi cama.
—Y supongo que no lo harás solo, ¿verdad? —Hassam le guiñó un ojo—. Enseguida te llevo a ver —prometió. Pero antes se inclinó hacia un lado y le susurró al chico—. Aquella morena de las tetas grandes es mi mujer. De las demás, si ves alguna que te guste, córtale el pescuezo a su marido y esta noche será tuya.
A pesar de la proximidad del fuego, el comentario consiguió que las mejillas de Adrien se encendieran todavía más. Hassam se rió con ganas.
—No le des ideas al chico. Con un muerto tendremos suficiente esta noche —le reprendió Nahid tratando en vano de contenerse. Al final acabó contagiándose de su risa.
—Vamos, Nahid. Déjale que se divierta mientras los capitanes nos ocupamos de su iniciación —concluyó Hassam poniéndose en pie.
En su avance por la calle principal, dejaron atrás la misma escena una y otra vez: corros de veinte o treinta personas sentadas alrededor de un animal que giraba lentamente al fuego. Cuanto más se internaban en el poblado, más aprendices y criadoras se veían formando parte de estos grupos, hasta que un repentino giro a la derecha entre dos cabañas hizo desaparecer el agradable calor de las hogueras y les adentró de nuevo en la noche.
Continuaron durante un rato hasta llegar a la enorme pared de la tercera muralla. Allí encontraron a dos centinelas haciendo guardia frente a una doble hilera de celdas.
Vistas de cerca, parecían más bien jaulas. Eran demasiado estrechas para tumbarse y apenas lo bastante altas como para que un hombre de tamaño normal pudiera erguirse completamente. Nahid no envidiaba a los desafortunados huéspedes que las ocupaban.
—Echa un vistazo, a ver si hay alguno de tu agrado —le invitó Hassam—. Dentro de unos días tendré que mandar a unos cuantos a la ciudadela. Aquí ya no cabe ni un alma.
El capitán de la decimosexta caminó entre los prisioneros sin detenerse más de un segundo ante ninguno de ellos, hasta que llegó a la celda de un joven mulato con aspecto saludable. Estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada contra los barrotes de hierro.
—¿Cuánto lleva aquí? —preguntó.
—Lo trajimos de Marazh hará cinco años —respondió Hassam tras reflexionar un momento.
—Demasiado tiempo. Habrá perdido la voluntad —decidió Nahid sin poder ocultar su decepción.
A su espalda se oyeron una serie de golpes en rápida sucesión.
Un gigantesco pelirrojo estaba aporreando su jaula con el plato de madera en el que le habían servido la comida. Gritaba en alguna lengua extranjera y una explosión de astillas acompañaba a cada embestida. Tenía las rodillas flexionadas, pero ni así le quedaba espacio suficiente como para poder levantar la cabeza.
—¿Qué opinas de ese? Desde luego no le falta voluntad —sugirió Hassam, seguro de haber dado en el clavo.
—No me sirve. Amanecería antes de que ese gordo terminara de darse la vuelta —objetó Nahid al tiempo que se internaba más en el pasillo de celdas. Tuvo que llegar hasta el final para encontrar lo que andaba buscando—. ¿De dónde has sacado a esta? —preguntó intrigado.
En la última jaula de la derecha había una mujer de buena estatura que parecía llena de energía. Tenía el pelo rubio y enmarañado, vestía un pantalón de lana y llevaba una cota de malla muy ceñida que no dejaba lugar a dudas sobre su género. El labio superior estaba roto, y sus ojos azules eran odio en estado puro.
—Es una ilyana —explicó Hassam—. La capturamos hace dos noches con una partida de las suyas. Intentaban bloquear el Bajo Canal.
—¿Habla nuestro idioma? —se interesó Nahid antes de volverse inmediatamente hacia la chica—. ¡Eh, ilyana! ¿Quieres ganarte la libertad? —La joven le dirigió una mirada de desconfianza. No quedaba la menor duda de que le había entendido, pero no hizo ni el amago de abrir la boca.
—No me jodas. ¿Es que te has vuelto loco? —se indignó Hassam interponiéndose entre la muchacha y él—. ¿Vas a poner al chico a luchar con una ilyana?
—Le he visto entrenar y sé de lo que es capaz. Si le busco un rival fácil para su iniciación, no le estaré haciendo ningún favor —dijo apartando a su amigo y dirigiéndose de nuevo a la chica—. ¿Qué me dices, ilyana? ¿Crees que puedes derrotar a un muchacho de quince años? —la retó.
La mujer dio un paso al frente y las antorchas iluminaron su rostro. Bajo la suciedad y los moratones, se adivinaba cierta belleza en sus facciones.
—Sácame de aquí y derotaré a cualquiera de vosotoros —contestó desafiante y con un fuerte acento del este.
—Vamos, sácala, Hassam. Ya la has oído —exigió Nahid impaciente.
—Tú sabrás lo que haces. Le estaba tomando cariño al chico —se resignó su amigo. Luego hizo un gesto al centinela para que abriera el candado.
La muchacha salió de su celda con absoluta tranquilidad, y… con la rapidez de una serpiente de cascabel, se revolvió y golpeó en la entrepierna al soldado que acababa de liberarla. A pesar del dolor, este se las apañó sorprendentemente para no soltar su arma, aunque ella ya le había ganado la espalda. La ilyana comenzó a apretarle el cuello con su guardabrazo al tiempo que enredaba las piernas en torno a la lanza, dejándola inmovilizada y descargando todo su peso sobre la garganta del desgraciado. El rostro del soldado estaba empezado a ponerse morado, y por fin renunció a su arma. Entonces giró el brazo derecho y echó mano a la empuñadura de la espada corta que llevaba a la cintura, pero en ese momento intervino Hassam; había recogido la lanza del suelo y la mantenía a escasos centímetros de la cara de la muchacha.
Tras unos instantes de duda, la ilyana liberó a su presa.
El joven se apartó de su agresora rápidamente y tosió con fuerza tratando de recuperar el aliento. Mientras tanto, Nahid agarró a la chica fuertemente del brazo, a la altura del codo, y la apartó de los demás para que no le oyeran.
—Esa ha sido una estupidez innecesaria —le susurró al oído.
La respuesta que recibió fue un escupitajo en la cara. Sin duda le había elegido a Adrien una pareja de baile perfecta.
—¡Menuda idea has tenido! —protestó Hassam.
—Míralo por el lado bueno. Esta noche te conformabas con un buen combate y vas a tener dos —bromeó Nahid divertido.
—No te harás el gracioso cuando esa fiera le corte el cuello a tu sobrino. Me obligarás a soltarla y mañana volverá a darnos por el culo con sus amiguitas de Ilya —continuó Hassam, decidido a dejar claro que no estaba nada de acuerdo con su elección.
Sin hacerle caso, Nahid se dirigió al vigilante que no había estado a punto de morir estrangulado.
—Soldado, dame un trozo de cuerda.
—Ya es un poco tarde para atarla, ¿no te parece? —dijo Hassam todavía enfadado.
—Si no recuerdo mal, las ilyanas llevan el cabello recogido —replicó Nahid.
—¿Quieres que luche con el chico o que se case con él?
—Debe ser un combate justo y no quiero que el pelo entorpezca su visión.
El vigilante le entregó sin rechistar lo que le había pedido, pero antes de poder ofrecérselo, la chica se adelantó y se lo quitó de las manos. Con dos movimientos expertos se recogió el pelo y utilizó el trozo de cuerda para asegurarlo. A partir de entonces, la tensión del brazo que sujetaba Nahid disminuyó, lo que significaba que la prisionera había dejado de resistirse. En el camino de vuelta, se dejó guiar tan mansamente como si fuera un buey. Sin duda guardaba fuerzas para el combate.
De nuevo en el poblado, los grupos, que antes se repartían a intervalos regulares a lo largo de la calle principal, se habían unido en uno mucho más grande. Las criadoras y los niños pequeños habían vuelto a sus casas y ahora solo quedaban soldados y algunos aprendices. Cuando vieron a la muchacha, la mayoría de los rostros reflejaban sorpresa; el resto interés o diversión. Adrien ni se inmutó. Estaba en el centro de todos, ajustándose la coraza mientras alguien le colocaba el yelmo sobre la cabeza. A sus pies se hallaba la lanza que había elegido para la ocasión, aproximadamente de su misma estatura.
—¿Qué arma quieres, ilyana? —preguntó Nahid.
—Espada —respondió ella con sequedad.
Al momento se acercó un aprendiz para ofrecerle la suya. Durante el breve instante que la chica tardó en cogerla y evaluarla, Nahid estuvo alerta por si volvía a intentar algo violento, aunque realmente no lo esperaba. Parecía concentrada y sabía que se jugaba su libertad.
—¿Preparada? —la interrogó después de que otro soldado le prestara su escudo.
La ilyana no respondió, pero hizo girar varias veces la espada con movimientos hábiles y rápidos de muñeca. Su sonrisa era una burla. Estaba más que preparada.
—¿Listo, hijo? —preguntó Hassam a Adrien, que ya había recogido la lanza del suelo y se terminaba de acomodar el yelmo a la cabeza. Ahora que los ojos y la boca eran sus únicos rasgos visibles, hubiera sido imposible adivinar su edad.
El aprendiz dio dos pasos hacia la ilyana; su rostro no mostraba ninguna emoción. Ella flexionó las rodillas en posición de defensa y los demás lo entendieron como la señal para apartarse. Lentamente formaron un estrecho círculo alrededor de ambos.
Adrien no se hizo esperar. Lanzó una estocada desde muy lejos que la muchacha desvió fácilmente con su espada. La maniobra se repitió dos veces más, primero paralela al suelo, a la altura de las rodillas, y después en ángulo ascendente hacia el rostro. La ilyana bloqueó abajo con el escudo, y a continuación apartó la cabeza con agilidad dando un paso atrás.
Solo la estaba poniendo a prueba.
Los dos contendientes comenzaron a girar en círculos mirándose a los ojos. Claramente, la estrategia de la chica sería la misma que la del soldado menudo que vieron al llegar. Ella era la más rápida de los dos, tenía un arma corta y el escudo le abría la puerta a un contraataque inmediato.
La siguiente embestida de Adrien fue mucho más veloz. Se habían acabado los preámbulos. Cuando la ilyana desvió el aguijonazo hacia su derecha, el chico continuó la inercia del movimiento y giró sobre sí mismo para volver a atacarla en arco desde la izquierda. Ella dio un paso hacia delante y bloqueó el golpe con el escudo, dejando vía libre a su espada. Adrien pudo detenerla con la madera del asta, pero al abrir la defensa recibió una patada en el pecho que lo tiró al suelo de espaldas. Aprovechando su ventaja, la ilyana se abalanzó sobre él. El chico rodó para esquivar la hoja milagrosamente, y después consiguió ponerse en pie volviendo al punto de partida.
Los asistentes estaban tensos y la preocupación se reflejaba en algunos de los rostros. Hassam apretaba los puños con expresión inquieta, pero Nahid mantenía la confianza.
Los siguientes envites volvieron a ser de prueba. El aprendiz buscaba un punto débil en la defensa de su rival, aunque por el momento no era capaz de encontrarlo. Ella aguardaba una nueva ocasión de acortar la distancia y tomar la iniciativa.
De repente, Adrien aceleró el ritmo con un ataque frontal que nuevamente fue desviado hacia la derecha por la ilyana. Repitiendo la maniobra de antes, el chico dio un giro completo y lanzó otro golpe por la izquierda, a la misma altura. Ella volvió a bloquearlo con el escudo, pero esta vez fue Adrien quien se adelantó dos pasos, anticipando el contraataque, y le propinó un cabezazo con el yelmo que la pilló desprevenida.
Nahid pudo oír el crujido de la nariz al romperse.
Antes de que la muchacha se recompusiera, Adrien volvió a girar, aún más rápido que en las dos ocasiones anteriores, y descargó una violenta lanzada que hizo desaparecer la afilada punta de hierro bajo la clavícula de su adversaria. Atravesó la cota de malla como si fuera de seda, y la multitud estalló en un grito de júbilo. El muchacho extrajo su lanza de la herida sangrante y golpeó a la chica en la cabeza con el otro extremo del palo, enviándola al suelo. A continuación, sin la menor sombra de duda, se colocó sobre ella y la remató hendiéndole la hoja en la garganta hasta clavarla en la tierra.
Los ojos de la ilyana miraron sin vida hacia las estrellas. La sangre manaba lentamente de su boca entreabierta e inerte. Se había ganado la libertad, pero no en ese mundo.
El primero en llegar junto al vencedor fue Hassam, que le retiró el casco y le agarró la cara desde ambos lados como si pensara aplastarle el cráneo. Enseguida se les unieron otros muchos para felicitar a Adrien y alabar su último ataque. Este se debatía entre la alegría y la confusión, y no podía disimular las miradas que lanzaba en dirección al cadáver de la ilyana. Si las cosas no habían cambiado, al día siguiente ni se acordaría. Amanecería en la cama de alguna joven soldado, con un terrible dolor de cabeza ocasionado por la borrachera que le esperaba esa noche.
—¡Hay que volver, soldado! —le recordó Nahid al ver que intentaban llevarse al muchacho en volandas.
—Sí, capitán—respondió Adrien haciendo un esfuerzo por librarse de las manos que le retenían.
—Hassam, nos marchamos —se despidió Nahid con apremio.
—¿Seguro que no preferís quedaros? El viento arrecia y la tierra está seca. La vuelta se os va a hacer muy larga.
—Nos mantendremos cerca de la muralla —le tranquilizó Nahid—. Vámonos, Adrien. —El muchacho le siguió. Cuando Hassam le felicitó por última vez, ya se dirigían hacia el sur en dirección a Seder.
El vendaval les alcanzó hacia la mitad del camino. La muralla era tan alta que actuaba como una barrera natural, siempre que no se alejasen demasiado, pero a su izquierda, apenas a diez pasos de distancia, la nube de arena resultaba ya impenetrable para la vista. Si venía una corriente fuerte de aire, y el remolino se desviaba hasta ellos, las diminutas piedrecillas les golpeaban en las zonas descubiertas de la piel como si fueran las picaduras de un millar de abejas. A partir de ese momento, el avance resultó penoso.
Dadas las inclemencias del tiempo, fue casi un milagro que Nahid detectara un brillo entre los arbustos que crecían al pie del muro. De alguna manera supo lo que era antes incluso de que se adivinara la silueta del cuerpo. Adrien también se dio cuenta, y miró a su capitán con gesto preocupado.
—¿Se habrá caído de la muralla? —preguntó.
Si las circunstancias hubieran sido otras, el capitán se habría reído. Esa era una primera pregunta que seguramente jamás había formulado ningún aprendiz al finalizar su iniciación.
—No, mira —dijo Nahid inclinándose sobre el cadáver de Abbas. Tenía una herida en el costado izquierdo de la que había brotado un torrente de sangre, ahora seca—. Ha sido una espada.
Después de doce años como capitán, había enterrado a más hombres de los que podía contar, pero había algo en aquella muerte que planteaba una posibilidad terrible.
—¿Cómo han podido atravesar las dos primeras murallas sin que nadie los vea?
—Los bandidos no entran en las ciudades —señaló Nahid deslizando un dedo por la superficie del corte—. Ha sido otro soldado.
La hoja había pasado limpiamente entre las costillas para superar la coraza y maximizar la penetración. Había muy buenos guerreros en otros lugares, pero solo un soldado de Daarleh tenía la destreza y el entrenamiento como para dar un golpe como aquel.